Tras dos décadas desde el día que dividió la historia, la ciudad da muestras de su resiliencia y se esfuerza por recordar. Lo hace de manera espléndida, con museos de primerísimo nivel, memoriales estupendos y la palabra de los protagonistas. Las ruinas del pasado son un oasis del presente y una esperanza para el futuro.
“No day shall erase you from memory of time“. Las entrañas del impecable 9/11 Memorial Museum exhiben imponentemente la traducción en inglés de los versos latinos del poeta Virgilio. La Eneida, su famosa Epopeya escrita en el siglo I a.C, lo aloja en su Liber IX.
Los curadores del museo eligieron la cita como un homenaje a las víctimas, por el mensaje que dice que no hay día que borrará su recuerdo. Aunque, analizado en profundidad por el New York Times cuando el recinto pronto inauguraba en 2014, las palabras del romano no evocaban al pueblo, sino que a los amigos y amantes Nisus y Euryalus, soldados troyanos de poca y ninguna inocencia, que venían de ser decapitados tras tender una emboscada a los soldados enemigos mientras dormían. Para algunos expertos de la literatura clásica, no es la mejor cita para haber elegido.
Si se quiere a la vez honrar al máximo en coherencia a las víctimas y a las letras de la Edad Antigua, un error garrafal. Si lo importante es que es un culto elegante y muy estético a las almas, es hilar muy fino.
Controversia de lado, cierto es que las letras de acero que forman el mensaje sugieren el potencial transformativo del recuerdo y son una clara metáfora de la conversión neoyorquina. Malherida por las brutalidades de la destrucción, el miedo y la desesperación, pasando por el proceso de sanación en un bote en el que muchos remaron para el mismo lado, hasta solidificar la reminiscencia pulcra y solemne. El hierro de la obra fue recogido de entre las 1.8 toneladas de escombros que por meses descansaron en la Zona Cero, luego fue fundido y modelado para hoy ser uno de los tantos símbolos de la resiliencia de la ciudad. El mismo metal que se encarga de transportar el oxígeno por nuestra sangre. Alegoría a la vida.
_Parte de la cita de Virgilio en el 9/11 Memorial Museum, hecho con acero de los escombros. La foto es de Ximena Nahmías (@xnphoto.cl)
En los rincones del museo, cada objeto cuenta una historia o rinde un distintivo tributo a los héroes y heroínas de aquel martes 11 de septiembre de 2001, de despertar brillante y celeste, y de final negro y trágico. Un carro de bomberos semidestruido y los enormes tridentes de metal, hoy oxidados, que fueron parte de la estructura exterior de uno de los edificios caídos, son de las piezas más grandiosas dentro de una colección de 70.000 artefactos recolectados.
En el rincón donde se registran datos y piezas de la construcción de los rascacielos, en los años 60, un detalle que me llama la atención: una publicación en un periódico neoyorquino de la época, reclama por la altura del World Trade Center, una amenaza para el tráfico aéreo. El texto lo acompaña una ilustración del complejo con un avión apunto de impactarse. Qué tristemente premonitorio.
Diferencias de lugar y tiempo
Hay contrastes interesantes en los distintos íconos de la Gran Manzana. El típico Times Square que es la foto del Manhattan caótico es también el extremo: las luces de las pantallas publicitarias hacen que los ojos piquen como en ningún otro lugar en el mundo, y logran que la noche parezca día, los shows callejeros reúnen multitudes entusiastas, y los conductores se cuelgan de la bocina frente a los peatones que cruzan cuando el semáforo no da permiso. Sus estímulos son infinitos. El lugar es sucio y a ratos desagradable. Con muchas mascarillas en el suelo, confirmando que son el desecho de moda.
Registraba el periodista Sebastián Fest para la agencia DPA hace 20 años, las sensaciones al caminar el día después del descalabro, desde la plaza hiperiluminada hacia el sur, a través de la fina y fantasmagórica capa de polvo. De un olor a quemado tan característico, que nadie que lo haya sentido, fácilmente olvidará. Quemado de metal y quemado de carne, me cuenta el argentino: “Un olor opresivo”. Mareas de gente intentaban acercarse al lugar de los hechos, pero el amplio perímetro no dejaba continuar, salvo a los residentes.
Mucha gente también el día del aniversario, en la calle Greenwich con Cedar, al borde del perímetro cercado con vallas papales. Dentro de él, en el nuevo oasis que la recuperación neoyorquina fabricó con mucha paciencia, tras la devastación causada por el mayor atentado terrorista de la historia, se realiza la ceremonia de aniversario con el presidente Joe Biden y las familias de las víctimas.
_En el renovado World Trade Center se erige la recuperación neoyorquina.
Afuera hay una mezcla de uniformados de todas las edades y departamentos, que copan el pub de la esquina y dejan secas las reservas de cerveza, prensa local e internacional que no fue acreditada para la ceremonia, y varios turistas curiosos. De entre esa multitud aparece Anjunelly Jean-Pierre (39) para hacerme entrar al anillo. “Él es familiar, aunque no nos parezcamos”, le dice al staff que custodia el acceso, exclusivo para quienes en los ataques perdieron a un ser querido. Claro, su herencia dominicana y haitiana le dieron un precioso color de piel como el del chocolate con 70% de cacao. La mía, depende del bronceado. Pero nadie la cuestiona y nos vamos al epicentro del WTC.
Conocí a Anjunelly en mi primer grand slam como periodista. Yo cubría el US Open para La Tercera, y ella trabajaba en el comedor de la prensa. Quedamos conectados en redes sociales, pero le perdí la pista hasta justo esta semana, cuando el inicio de Instagram me regaló una valiosa actualización sobre ella: estaba dando a conocer su proyecto fotográfico para mostrar el legado de su madre Máxima. La chef de despensa murió en el piso 105 de la torre Norte (la primera en ser impactada), en el que era su penúltimo día de trabajo según dictaba su contrato.
Vamos al museo y ella hace un fugaz recorrido. Nos detenemos frente a un archivo audiovisual del derrumbe de la torre Norte. “Son imágenes como de película. Lo he visto tantas veces que ya no me impacta como antes”, apunta. Cuando pasamos por la sala dedicada a la historia de los grupos terroristas, ella mantiene su vista fija al frente y no se distrae. Ahí aparecen las caras de los 19 secuestradores suicidas que tampoco mira. No puedo evitar preguntarle qué siente hacia ellos. Anjunelly no le da tribuna al rencor ni al odio, porque no les entrega ni un milímetro cuadrado dentro de su cabeza: “Creo que tengo mejores cosas en qué pensar”.
La Sala de la Reflexión
Sigo a Anjunelly, a veces concentrado en escribir cosas en mi libreta. Me pillo desconcertado cuando entramos a un cuarto en el que no había estado en mis visitas previas. Un lugar con un oficial de la policía resguardando la entrada, y organizadores del museo recibiendo a los familiares. Para entrar ahí era que estábamos haciendo hora. Pasamos por un par de espacios con sillones y cajas de pañuelos por todas partes. Les pregunto dónde nos hallamos. Al final del cuarto entre recovecos, un ventanal hacia dos pasillos entre elegantes y simples muebles de madera. Estamos en el Reflection Room, mirando hacia el repositorio de los restos aún no identificados de las víctimas del 11/S. Es la primera vez de Anjunelly y su familia ahí, frente a donde podría estar su madre. Su rostro muestra alivio. La energía se siente distinta. Comparten conmigo un momento altamente íntimo.
Un 40% de los fallecidos todavía no ha dejado rastros identificados y los esfuerzos por aclarar nombres con la ayuda de las tecnologías que avanzan, siguen hasta hoy. Esta semana incluso, se descubrieron dos nuevos vínculos tras el trabajo de las entidades forenses. La noticia le dio fe a Anjunelly: “Me siento esperanzada. Estar acá es muy bueno, porque me conecta con el recuerdo de mi madre y me ayuda a aceptar la realidad”.
Luego salimos a la enorme fuente donde antes se erigía la torre Norte. El memorial que inscribe los nombres de los casi 3000 fallecidos. El agua que corre desde las cuatro paredes, teje un silencio al estilo neoyorquino, con los ruidos que se sienten a lo lejos. Ella, su hermana Rachel (35) y Ethan (7), el hijo de esta última, me muestran el sitio donde está grabado el nombre de la matriarca Máxima Jean-Pierre. “Al no haberla encontrado aún, el lugar es como un cementerio para nosotros”, reflexiona Rachel, y comenta también la molestia que le genera cuando turistas invaden irrespetuosamente, tomándose ridículas selfies (más aún con el palito) y viendo el lugar como una atracción: “Es como que escarbaran en la tierra de cualquier tumba, por eso prefiero venir cuando hay poca gente”.
“Somos historia viviente”
El mensaje de texto dice que nos juntemos bajo el Survivor Tree el único árbol que hace 20 años se halló entre los escombros que aún mostraba signos de vida. Fue trasladado para su recuperación y en 2010 se replantó en su lugar de origen. Manuel Chea (57) es el emisor del mensaje, quien vuelve una vez más al sitio donde esquivó la muerte: “Este árbol es un símbolo muy importante para mí. Ambos sobrevivimos, y hoy lo ves creciendo, con sus ramas fuertes, florece cada primavera. Es muy bonito asociarlo a nuestra realidad: cómo hemos sido capaces de continuar, muy resilientes, nos recuperamos de momentos difíciles, y ahora sonreímos y vibramos”.
Chea, peruano de padres chinos, llegó a Estados Unidos a los once años. Algo habla el español, pero prefiere comunicarse en inglés. Usa anteojos y lleva mascarilla, a pesar de que en Nueva York está permitido prescindir de ella al aire libre. Es un tipo simpático. Se ríe bastante durante la conversación, sentado a la sombra en el parque que honra el recuerdo. La mañana del 11/S estaba sentado en su escritorio en el 49º piso de la torre Norte. Mientras realizaba labores programáticas frente al computador, que no mucho lo motivaban, sintió como un fuerte terremoto el choque del avión. Hoy, cuenta que cuando se mueve el piso por la razón que sea, su adrenalina sube de manera abrupta. Por entonces, se dirigió rápidamente a las escaleras y antes de completar la evacuación, se cruzó con los socorristas quienes iban valientemente hacia arriba.
_Manuel Chea, sobreviviente del atentado, en el memorial de la víctimas de la torre Norte, donde trabajaba, pisos abajo de donde impactó el primer avión.
“Nunca olvidaré el momento que vi colapsar las torres. Instantáneamente pensé en los bomberos que me ayudaron a salir a mí y a tantos otros, y que por eso perdieron la vida. Por varios meses la culpa me aquejó, pero después sólo pensé en hacer un cambio de rumbo para poder rendirles tributo”, relata Chea, quien aprovechó que la compañía bancaria redujo el personal y lo despidió con goce de sueldo por un año, para estudiar un magíster en Manejo de Emergencias. Hasta el día de hoy, honra la vida de aquel personal de primeros auxilios, evitando tragedias en las vidas de otros trabajando en el servicio público. Se había disculpado en un par de ocasiones por haber aplazado la entrevista, dada la intensa semana que tuvo gracias a la tormenta Ida que en la ciudad dejó 16 muertos y varios desmanes.
Cuando llega la fecha del aniversario, las sensaciones de Chea difieren a las de varios sobrevivientes que conoce. La ansiedad se empieza a apoderar de muchos en agosto, y las ganas de que el calendario marque el 12 de septiembre, son incontrolables. “Se ponen muy nerviosos y sus traumas se intensifican. En lo personal, no paso por eso. Todo lo contrario, me apetece involucrarme más, asistir a la ceremonia y conectarme con otros sobrevivientes”, explica sonriente. Dice que el 11/S le mostró que la vida es muy corta para estar amargado. Incluso con barbijo se aprecia que lo dice feliz. Esa red que formaron los que se salvaron, describe Chea que tiene una electricidad especial, con un cariño y complicidad muy grande entre quienes se entienden al 100%. La paradoja, dice, es que ojalá no se hubieran conocido nunca. También esta se ha expandido a afectados por otros actos terroristas, como los del metro en Londres, o los del Maratón de Boston. “No queremos más miembros”, aclara.
¿Tras 20 años, qué significa para Chea haber sobrevivido al ataque terrorista más mortífero y impactante de los registros? Es una pregunta que nadie le formuló antes: “Somos historia viviente. Es como para mí encontrar a alguien que haya superado el holocausto en un campo de concentración. Yo nací 18 años después del fin de la II Guerra Mundial y escuchar la palabra de alguno de ellos, es visualizar directamente ese dolor y esa fuerza. Siento que acarreo un legado similar. No puedo ignorar ese deber. 20 años después me he convertido en historia viva”.
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Se acaba la jornada del recuerdo y yo me devuelvo caminando a Manhattan por el puente de Brooklyn, buscando los mejores ángulos para captar el Tribute in Light, instalación artística de potentes focos que disparan la luz 6 kilómetros hacia el cielo, y que honra el espíritu inquebrantable de Nueva York. Una ciudad que evoca con énfasis y grandilocuencia el descalabro transformador. Como tiene que ser. Porque la memoria es el mejor remedio para curar los daños de la tragedia.
_Desde el Brooklyn, una mirada al Bajo Manhattan y el homenaje a las Torres Gemelas con Tribute in Light.
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