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Foto del escritorSebastián Varela

Tierra Chiloé: refugio espectacular en el fantástico archipiélago austral

Actualizado: 23 dic 2021

De esos lugares mágicos que parecen no agotarse, Chiloé siempre saca conejos del sombrero. Porque este conjunto de islas es infinito en cultura, en paisajes, en vida salvaje y en recursos que arman una gastronomía que vuelve loco. Todo eso te lo muestra el Hotel Tierra, que en la península de Rilán, frente al mar interior y al humedal de Pullao, brinda calor en uno de los lugares más hermosos de la Isla Grande. Sumérjanse en la experiencia chilota con esta bitácora por mar y Tierra.


Camino por el humedal de Pullao por la tarde, cuando las luces se van apagando de a poco y la lluvia aparece a ratos. Me embarro los zapatos y se moja mi cámara, pero no me importa, porque explorar ese lugar, tan único de la Isla Grande de Chiloé, vale cualquier cosa. El precioso cantar de las aves es la estrofa que se mezcla con el ruido del correr del agua, cuando la marea cambia drásticamente y exhibe las algas que pintan con tonos verdes y marrones el paisaje que hace un rato miraba desde mi habitación. El grito de los queltehues me parece mucho más armonioso que en Santiago, me maravillo con los rápidos aleteos de los zarapitos que gozan su hogar temporal, y observo a un grupo de cisnes de cuello negro moverse por el agua.


Es una foto del más puro Chiloé, un destino tan rico, natural y místico. Tan poco explorado en comparación a sitios más insignes del desierto y de la Patagonia. ¿Por qué lugares tan especiales como este archipiélago no son de esas joyas turísticas, apetecidas y repletadas por los visitantes? Ni me esfuerzo por hallar la respuesta. Simplemente doy gracias de que se mantenga así. Rayo por la vida salvaje, y ahí me siento en un paraíso cuando me separa poca distancia de tantas bandadas distintas. Sigo con la lista de alados: quetrus, garzas, gaviotas cáhuil, huairavos, patos reales. Más de un cuarto de las especies de aves chilenas marcan presencia en Chiloé, y el humedal del Pullao, parte de la Red Hemisférica de Reservas para Aves Playeras, es una de sus ubicaciones preferidas.


¿Por qué lugares tan especiales como este archipiélago no son de esas joyas turísticas, apetecidas y repletadas por los visitantes? Ni me esfuerzo por hallar la respuesta. Simplemente doy gracias de que se mantenga así.

Qué nivel de entorno el que rodea al hotel Tierra. Y qué responsabilidad tiene también, porque un vecino así de natural merece extremo respeto y amabilidad. Tierra es ese buen vecino. Es amigable con el medio ambiente. Lo cuida, no lo explota ni deja rastro. Composta y tiene alergia al plástico. Usa productos locales en la comida y en la artesanía; recurre a la mano de la artesana que limpia el océano porque ingeniosamente crea canastos a partir de los cabos dejados por pesqueros sin conciencia. Su huella de carbono es muy baja, cuando nula es imposible.


Y lo agradecen los miles de zarapitos. El veinte por ciento de su población pasa el verano austral nada menos que aquí. Su hogar transitorio, está dicho, ya que estos pájaros realizan una increíble migración desde Alaska, la otra punta de América. Si hay seres vivos que atraviesan el planeta para llegar al Pullao, es porque este lugar sigue prístino y bien cuidado. 


Me acuerdo de que en el hotel me esperan las almejas que marisqué en la mañana, hechas a la parmesana. Vaya experiencia esa. Una actividad símbolo de la relación del chilote con el mar. “Cuando encuentras un lugar de la orilla con tantos mariscos como aquí, ya sabes que no vas a pasar hambre. En Chiloé lo tenemos todo”, me contaba el local René Agüero [37] con las manos llenas del molusco, mientras yo usaba el rastrillo para mariscar sin la efectividad de él. Luego nos comeríamos algunas con limón o simplemente lavadas y paentro. Más fresco, imposible. Era el momento de las almejas, pero también se suelen recolectar choritos, navajuelas, caracoles o cholgas. En la cercanía sacamos salicornias, el espárrago del mar, una delicia de alga –salada y suculenta– que nos la cocinarían salteada al aceite de oliva.

  

Dejo el humedal ya casi de noche y el hambre gana el gallito. No me despido, porque volveré al día siguiente a seguir explorándolo arriba de un kayak. El banquete tiene mi nombre y el de mis amigos: ahí están las almejas a la parmesana, con esa combinación bien lograda entre el marisco y el queso. Las acompañan un gazpacho de palta y apio que jamás olvidaré, y un ceviche de cochayuyo. La primera vez que lo como, de hecho. Perdonen el pecado, lo sé. Al probarlo recuerdo cuando era niño y me decían que, si no me portaba bien, me darían cochayuyo al almuerzo. Debí de haber dicho: “Sí, por favor. Hagámoslo ceviche como el que hacen en el Tierra Chiloé”.


En la mesa ya acumulo varios momentos, siempre eligiendo las preparaciones con el pescado fresco del Pacífico: atún, corvina, congrio, mero, merluza y trucha. Esta última reemplaza al salmón, para no avalar una industria mal dominada que tanto ha contaminado. La cocina con identidad chilota y nacional, liderada por la chef Natalia Canario, no se da tantos rodeos y combina técnicas ancestrales y contemporáneas de manera sustentable. Trabaja con productos orgánicos y certificados de la zona, evita ganaderías masivas y conoce la línea de trazabilidad. Todo lo devuelven a la tierra a través del compostaje.


Coqueteo con la barra, de sensual iluminación por las noches, y con una valiosa vista hacia el mar que se disfraza de lago por los días. A la coctelería de autor, toda bautizada con nombres en mapudungún, le toca desfilar. Me aventuro con un Wengamen, que con Sirena de Chiloé de base [el notable vodka local hecho a partir de papas autóctonas], Drambuie, jugo de naranja y perfume de naranja y canela, significa abrir un camino. Luego el bartender Mauricio Palevicino sale al jardín a buscar flores comestibles de salvia para adornar un Illún, que quiere decir “desear”. Y yo deseo más de esa mezcla de vermouth blanco, whisky y duraznos machacados.


Coqueteo con la barra, de sensual iluminación por las noches, y con una valiosa vista hacia el mar que se disfraza de lago por los días.

Con un poquito de resaca afronto el día siguiente y, para ello, me dirijo a la fuente sanadora del refugio. Uma Spa me ayuda a superar todos los males, ya que me someto al tratamiento natural de limpieza y masajes con un baile de productos locales para el bienestar sobre mi cuerpo: sal de matico, exfoliante de maqui, aceite de avellana chilena y bruma de canelo. Salgo renovadísimo, y los efectos secundarios del alcohol se esfuman. Listo para subirme al kayak y remar por el humedal.


Tierra no me invita a gozar únicamente de sus alrededores. Parte del programa, si se quiere, consiste en salir de la península de Rilán para explorar otros rincones del archipiélago y conocer sus paisajes, su rica biodiversidad y el legado de su pueblo. El siempreverde Bosque Piedra es uno de ellos, con espectaculares trayectos a pie entre coigües, canelos y ciruelillos testigos de la historia, y con el avistamiento de una pudú como guinda de la torta. O la visita a la isla de Quinchao y el genuino contacto con su gente. La vuelta se hace por mar a bordo de la Williche, embarcación del hotel que es una extensión del mismo, que nos permite recorrer fiordos y canales, y explorar los alrededores de la isla con igual comodidad. Al llegar, arte musical a través de un cuarteto de cuerdas: violines, viola y violoncello entregan un maravilloso repertorio clásico en el living del hotel, del cual disfrutamos tanto huéspedes como niños chilotes de una escuela aledaña.



Tantos highlights le valieron a Tierra obtener la prestigiosa licencia Unique Lodges of the World de National Geographic. Con una altísima exigencia, ésta distingue a hoteles que cumplen con elevados estándares: sustentabilidad, compromiso social, comercio justo, gastronomía de excelencia, una arquitectura eficiente y alineada con el entorno en un espacio escondido, y un menú de expediciones alucinantes con guías calificados, entre otras decenas de medidas.


Fueron días intensos. De aventura, de relajo, de contacto con los animales, de comida y coctelería de lujo. Vuelvo recargado con la fuerza de Chiloé. Remato los últimos momentos en el placer del lugar, sumergido en la tina de mi habitación. Adivinen qué vista tengo.


Publicado originalmente en la Revista Jigger N12, especial MAR, Verano 2020 [www.jigger.cl]

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