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  • Foto del escritorSebastián Varela

En la tierra del demonio de Tasmania

Actualizado: 22 mar 2023

La pequeña ciudad australiana de Hobart es un centro gastronómico cosmopolita que tiene el museo más excéntrico del mundo. Salir a buscar al legendario mamífero por Tasmania es la excusa para caminar al borde de acantilados, visitar una isla llena de wombats y observar luces polares y bioluminiscencia marina.

_El wombat, como el demonio, es endémico de Australia y un icono de Tasmania.


La isla activa un potente recuerdo de la infancia sólo con su nombre. Eran mañanas de fin de semana viendo por una tele con forma de cubo y pantalla convexa a un personaje curioso: un animal con grandes dientes, peludo e inquieto que lo destruía todo a su paso. Taz, el Demonio de Tasmania con el que crecí.


Miembro titular de la banda de los Looney Tunes, que se impregnó en el imaginario colectivo como representación de la especie que habita en el estado insular de Australia. Ya de adulto me invadió la curiosidad por descubrir la versión original y salvaje del marsupial, que pocos han tenido la suerte de encontrar fuera de cautiverio. Esa fue una de las motivaciones para aterrizar en Hobart, la capital estatal y la segunda ciudad más antigua del país, que fue fundada en 1803 como colonia penal del Imperio Británico.


Casi 220 años después de su fundación, Hobart es un sitio que encanta. Lo hace por la vista, gracias a la mezcla de vanguardia e historia bien conservada de su arquitectura y urbanización, que dialoga muy bien con la naturaleza. Lo hace por los pulmones, con su aire fresco debido a su ubicación a orillas del río Derwent, cercano a la desembocadura en el mar de Tasmania.


Como buena ciudad peatonal, todo queda cerca. Dan ganas de caminar por su marina, los cerros residenciales, sus parques y las calles del centro. La constante exploración citadina lleva a descubrir rincones fascinantes que, naturalmente, obligan a engrosar la lista de restaurantes, bares y cafés por conocer.


El nivel de seducción de la gastronomía es irresistible. Lo que se pone en los platos de la ciudad es un resultado especial: productos orgánicos de alta calidad, de granjas locales, se someten a la creatividad de una nueva generación de chefs que han convertido a Hobart en una galería de arte culinario excitante. Aquí se reversionan cocinas tradicionales del mundo con un estilo moderno, sustentado en el torrentoso historial migrante que caracteriza a Australia.


La fuerte cultura del gin, el whisky y el vino tan arraigada en Tasmania gracias a sus múltiples destilerías y viñedos, converge en los restaurantes de su capital para fluir con los sabores árabes, asiáticos, latinos y mediterráneos repartidos en sus mejores barrios.


Pasa en Frank, parrilla de inspiración argentina, con toques mexicanos y coreanos, empoderada por la materia prima de la zona. Trabajé como bartender en su barra. El pisco sour era la especialidad de la casa, que se podía beber con una vista privilegiada hacia el embarcadero, con algún corte a las brasas y chimichurri. Se come bien allí, y lo cierto es que en Hobart es difícil equivocarse de mesa.


El mercado de Salamanca es la alternativa barata para aventurarse en ese sabroso viaje por el mundo. Cada sábado desde las ocho de la mañana, este lugar (llamado así por la Batalla de Salamanca, con triunfo del duque de Wellington en las guerras napoleónicas), está lleno de vida y foodtrucks.


Subiendo por las escaleras de Kelly Step se accede a Battery Point, sector de preciosas viviendas estilo colonial, donde una mañana puedes encontrar a una banda local dando un concierto desde el patio delantero de una casa, con los vecinos compartiendo copas de mimosa con el público. Así encontré a The Heart Collectors tocando justo después que me senté a escribir en el acogedor Ozus Coffee, lugar de café de especialidad y buenas tostadas con palta y huevos pochados. Típico aussie.


_Tasman Bridge une Hobart de este a oeste.

_Cataract Gorge Reserve en Launceston, la segunda ciudad más grande de Tasmania.



Sexo, moda y muerte en el museo antitabús


Lo que hay en el norte de Hobart, en Berriedale, pequeña península rodeada por el río, es rupturismo, controversia y atrevimiento.


El Museum of Old and New Art (MONA) es la atracción más cotizada de Tasmania. Casi una experiencia religiosa que lleva al límite y que despeina lo tradicional y conservador.

El multimillonario matemático y apostador profesional David Walsh, quiso regalarle a su ciudad un espacio para compartir el arte que le gusta, e inauguró el MONA en 2011 con una inversión de 55 millones de dólares. Su fortuna la hizo en los casinos: su inteligencia y astucia pudieron más que el algoritmo de los juegos de mesa. Pero se sentía culpable por haberse enriquecido sin dejar legado.


El “subversivo Disneyland para adultos”, como llama el propio Walsh a su museo, es un shock para los sentidos. Cloaca Professional, por ejemplo, una de las obras presentes en su apertura, del artista Wim Devolve, es una máquina que imita el sistema digestivo humano y produce excrementos en intervalos regulares.


Para más experiencias así, y gracias a un juego de espejos que conectan para mostrarte tu propio cuerpo desde un ángulo que seguro nunca has visto, se puede ir a los baños y observarse a uno mismo en la parte final de la digestión.


¿Es posible escribir con agua en el aire? ¿Puede un convertible Porsche engordar? Sí a todo, dice MONA, que es un circo de extraños encantos: como la pared con 151 vulvas de porcelana hechas a partir de mujeres reales, o una habitación inundada de petróleo hasta la cintura; una biblioteca de libros en blanco; imágenes de rayos-X de ratas cargando crucifijos; una escultura de chocolate de los restos de un terrorista suicida; un salón al que sólo pueden acceder mujeres, y una cancha de tenis en el patio en la que Walsh juega en las mañanas, y la gente luego transita cuando se abre el acceso a las instalaciones.


_El porsche gordo de David Walsh en el MONA

Walsh es un coleccionista fanático y en su museo muestra desde un sarcófago del antiguo Egipto, hasta su última adquisición: el manuscrito de David Bowie del single Starman, en una hoja de cuaderno cuadriculada con ediciones y correcciones ortográficas del propio artista, por el cual el tasmano pagó 230 mil dólares.


En Faro, uno de los restaurantes de MONA, donde alguna vez se sirvió el margarita con un ojo de vaca como decoración, músicos y actores pasean entre las mesas. Mientras espero un dirty martini con gin local (que luego llegaría con aceitunas; nada de ojos, por suerte), me meto en una esfera que brota en medio del espacio.


“¿Lo prefieres fuerte o suave? ”, pregunta un miembro del staff vestido con delantal de laboratorio. La experiencia ofrece dos tipos de viaje. Fui por lo extremo, luego de firmar un documento asegurando que no sufro de epilepsia ni claustrofobia. La obra Unseen Seen, del estadounidense James Turrell, es algo difícil de explicar, porque da la sensación de viajar a otra dimensión.


Acostado dentro de un huevo, mirando el techo, arranca un show de luces muy particular que cubre todo mi campo visual y somete a las pupilas a lo que el nombre del trabajo dice: se ve lo que no se ve. Flashes y destellos en patrones, con colores que no existen hasta que los ves. Un caleidoscopio anormal que te atrapa. Luego de vivirlo por primera vez, Walsh lo describió como una experiencia en la que pudo ver el interior de su globo ocular, pero también el color de sus pensamientos. Loco, pero es así, tal cual. MONA no tiene límites.


Tasmania neón


La isla tiene un coqueteo especial con el neón. No es por las luces al estilo de los letreros publicitaros de urbes asiáticas. Los colores fluorescentes aquí se expresan de forma asombrosa y natural.


Una noche salí a trotar por Battery Point para luego bajar la colina hasta Short Beach, una pequeña playa donde en sus estacionamientos suelen aparcar los viajeros que viven en sus autos y caravanas. Un grupo de niños se estaba lanzando a ese híbrido de mar y río desde el muelle del club náutico. Pensé en nadar. Era una noche calurosa.


Entré a la orilla y a los pocos metros, una de las experiencias más lindas de mi tiempo en Hobart: un halo azulino y brillante me rodeaba. Episodio surreal.


El plancton microscópico resplandecía como en una novela de literatura maravillosa. La bioluminiscencia es un fenómeno natural muy común en las costas del archipiélago.

“Este tipo de plankton, el noctiluca scintillans fue reportado por primera vez en el puerto de Sydney en 1860. En los 90, el aumento de la corriente de Australia Oriental, que fluye hacia el sur, comenzó a llevarlo a Tasmania con más frecuencia. Noctiluca significa ‘luz nocturna’: el organismo tiene una enzima luciferasa, idéntica a la de la luciérnaga, que emite luz azul y verde. Los fotones azules son los más energéticos y penetran mejor a través del agua, por eso logran verse tan bien”, explica Gustaaf Hallegraeff, profesor de botánica marina de la Universidad de Tasmania.


Sin ir más lejos, por el puerto de Hobart, entre los muelles donde descansan veleros y yates, basta con arrojar agua (no piedras, para no dañar la vida marina) y ver el color fluorescente expandirse.


Pero, además, en Tasmania, el neón también se luce en el cielo.


Si bien el apellido más común de las auroras es “boreal”, no son exclusivas del hemisferio norte. Existe más civilización cerca del Polo norte magnético, y por eso son más populares que las sureñas, las auroras australes”.


Ellas aparecen sin previo aviso de vez en cuando en Tasmania, y la comunidad local se pasa el dato y comparte fotos a través de las redes sociales. “En los destinos del norte, el turismo de auroras se detiene en el verano porque tienen 24 horas de luz solar. En vez de congelarte en el invierno de Islandia, Noruega o el norte de Canadá, puedes agarrar una aurora en las noches veraniegas de Tasmania, que por cierto, tiene uno de los cielos más despejados del planeta”, dice Margaret Sonnemann, quien por 25 años ha perseguido el espectáculo por el sur y es autora del libro The Aurora Chaser’s Handbook.


_Painted Cliffs en Maria Island


Wombats y wallabies


En Hobart, una placentera caminata riachuelo arriba por el parque, que culmina en la cervecería local Cascade, puede premiar con un avistamiento de ornitorrincos. No es fácil, pero tampoco imposible, encontrar al mamífero que pone huevos, produce veneno y solamente vive en Australia.


Y si hay tiempo para apostar por más encuentros con la vida salvaje tasmana, Hobart funciona como un buen centro de operaciones desde donde se pueden emprender pequeños viajes para descubrir las infinitas joyas del sureste australiano.


Por varios meses viajé en mi van por Australia, pero una falla en el motor hizo que quedara varada en el oeste del continente, a la espera de que volviera a repararla. Como ya había experimentado la magia de la vanlife, no tuve dudas en que esa era la mejor manera de recorrer los alrededores de Hobart.


La Máquina del Misterio, réplica del icónico auto de Scooby Doo y su pandilla, fue la casa rodante por algunos días. Mi amiga Nicole, viajera chilena a quién conocí en Broome, en la otra punta del país, estaba trabando en las granjas de Tasmania y coincidimos para conocer dos destinos fascinantes: Bruny Island y María Island.


Con tantos circuitos de trekking por explorar, era la oportunidad de oro para por fin toparse con el demonio de Tasmania. Aunque por la isla hay varios centros de cautiverio, donde pagar una entrada asegura verlos, estaba esperanzado de toparme con uno salvaje.


La simbología amarilla rutera ya alertaba de su posible aparición, previniendo a los conductores para que no atropellen a este mamífero en peligro de extinción.


Nadie quiere que el demonio corra la misma suerte que el Tigre de Tasmania, extinto en 1936 gracias a la caza humana y a la aparición de los dingos, un tipo de perro salvaje. También un marsupial, pero llamado como el felino por las rayas que tenía a lo largo de su espalda, planea ser revivido: un grupo de investigadores australianos y estadounidenses trabaja con células madre y tecnología de edición de genes. Otros consideran que la idea que ha dado vuelta por años, es sólo ciencia ficción para generar atención mediática en torno a una de las últimas especies que desapareció de la faz de la Tierra.


Bruny es hábitat del wallabie albino, alucinante animal de pelaje blanco y nariz y ojos rosados que sufre un desbalance genético y que en cualquier parte del mundo sería presa fácil. No ocurre allí por la ausencia de depredadores, y los visitantes afortunados pueden toparse con alguno que ande brincando tímidamente.


Haciendo caminatas al borde de impresionantes acantilados, sí pillamos wallabies, pero con su melatonina en orden. Del demonio, nada.


Despedimos la visita comiendo las mejores ostras del archipiélago en Get Shucked, una parada caminera obligada, donde sirven los moluscos frescos cultivados ahí mismo en las aguas de la Great Bay. Y si no apetece bajarse del auto, se puede pasar por el drive thru.

La jornada en isla María, la tierra de los simpáticos wombats, fue una constante interacción con la vida salvaje. La van tuvo que quedarse en la isla grande ya que María es territorio libre de autos, y la mejor manera de recorrerla es en bicicleta. Tanta fauna allí no debe tolerar el ruido ni la contaminación de los motores.

El pedaleo entre los bosques y a orilla de playas se interrumpía cuando algún wombat aparecía, y mientras más andábamos hacia el sur, la cantidad incrementaba: a donde mirásemos, había una bola peluda corriendo antes de meterse a su madriguera.

En el humedal, un escenario hermoso lleno de distintas tonalidades, las aves complementaban el paisaje sonoro con el silbido del viento. Pero del demonio no hubo rastro. Parece que hay que ser demasiado afortunado para encontrarse con él. Aunque su presencia siempre esté latente en el archipiélago, la memoria seguirá remitiendo a la caricatura.

Publicado originalmente en la Revista Domingo de El Mercurio

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