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Foto del escritorSebastián Varela

La carretera infinita de Australia

Actualizado: 8 feb 2022

La ruta interestatal que conecta Perth con Adelaide tiene playas con canguros saltando en sus arenas blancas, ostras para saborear y sepias gigantes para observar de cerca en un buceo incomparable. Cruzar por tierra la planicie del Nullarbor es lo que permite dimensionar lo enorme que es Australia. Y mejor es si se hace en una casa con ruedas. Aunque no esté exento de complicaciones.



En los roadtrips hay que estar preparado para cambiar de planes. Cuando en el verano pasado ruteaba por la costa sur de Australia, desde Perth con destino a Melbourne, una falla en la bomba de agua de mi van provocó lo peor. El motor de Demonia, como bauticé a mi Mitsubishi Express, se había cocinado.


A duras penas llegué a la histórica ciudad portuaria de Albany a buscar una solución para poder seguir mi camino, pero el panorama no era alentador: todos los talleres mecánicos estaban saturados y ninguno podía sanar el diagnóstico lapidario. Tenía los días contados para llegar a la capital de Victoria, donde debía cubrir el Abierto de Australia, y no podía esperar. Por suerte no tuve que elegir la opción de abandonar mi casa rodante (o bien venderla con el motor dañado a muy bajo precio) para cumplir con mi labor periodística: unas buenas amigas que conocí cuando trabajaba como bartender en Broome, mientras ellas vacacionaban en el noroeste australiano, vivían en Albany y me ofrecieron custodiarla en el garaje de su casa el tiempo necesario. Ángeles caídas del cielo.


Volví por ella cinco meses después. Demonia ya esperaba con un motor fresco y de menor kilometraje, que había comprado a los famosos wreckers, los vendedores de partes de vehículos en buen estado. Lista para enfrentar una nueva aventura entre lugares increíbles y escenas diversas. Esta vez, en invierno.


_Con Demonia por caminos fascinantes. En la foto, bordeando Lake McDonnell.


El último paraíso del oeste


Reinicio el roadtrip. Se siente bien volver a sentarse frente al volante de la van, que en Australia está ubicado a la derecha, para ir manejando por la izquierda. Dicen quienes rutearon por el suroeste de Oceanía, que toda playa maravillosa que se va encontrando en el camino es tan sólo un aperitivo del plato principal. Pronto lo compruebo al descubrir Esperance, ciudad a 700 km al este de Perth y frontera simbólica de Australia Occidental, una espectacular coleccionista de sitios de fábula. El circuito costero no muy lejos de su centro, con joyas de arena blanca y el Índico color turquesa, lo culmino al momento preciso: frente al Pink Lake al atardecer. Un lago salado que, por efecto de la presencia de un alga, se ve rosado. Aunque no siempre es así. Con el sol cerquita del horizonte y rodeado de nubarrones que le otorgan su espacio, además del perfecto reflejo que convierte a las aguas tranquilas en un espejo natural, la tarde agarra un color cálido delicioso. Parece un lago de miel.

_El Pink Lake no siempre luce rosado.


5.50 de la mañana suena mi despertador. Pasé la noche estacionado frente a Blue Haven Beach, en total soledad y bajo un cielo estrellado. Prefiero hacerlo así en vez de aparcar en los campings de caravanas, siempre repletos de autos, además de caros y que no me ofrecen tanto más de lo que ya tengo. No soy un fanático de madrugar, pero acá vale la pena. Debo esquivar al guardabosques, que suele pasar entre 6 y 7 de la mañana a pasarle multas a los viajeros que pilla durmiendo. No está permitido acampar en el auto, y si bien rompo las reglas, soy limpio y no dejo rastro. Aprovecho la caminata matutina por la playa solitaria y los primeros rayos del sol que van entibiando, antes de preparar el desayuno con pan tostado en mi cocinilla, palta molida, y merkén importado del sur de Chile. Tengo que llenarme de energía, con ayuda del mate caliente, para encarar hacia Cape Le Grand. Uno de los parques nacionales más hermosos de Australia.


Debo volver a las calles de Esperance para abastecerme con comida. Antes de coger el camino hacia Le Grand encuentro algo que me atrasa: Esperance Distillery Co., una micro destilería de gin que no puedo dejar pasar. David, el dueño y productor, es quien me recibe para mostrarme su pequeño laboratorio con un maravilloso alambique de cobre, donde destila a partir de flores silvestres locales que recolecta de manera artesanal y con licencia.


Es interesante la conversación mientras probamos el elixir que ahí prepara. Aporto a la degustación improvisada con un pisco. David cuenta que de Sudamérica conoce el peruano, pero nunca había probado el chileno. El australiano luego me pregunta por la histórica disputa entre ambas naciones por el destilado del vino, y yo le dejo en claro mi opinión: ambos piscos son bebidas diferentes, por materia prima, producción y usos, y que sólo pelean quienes no valoran la exquisita calidad de ambas. A pesar de entretenerse con la conversación sobre destilados sudamericanos, a David no le gusta tanto nuestro oro líquido. “Le siento mucho el olor y sabor a alcohol”, dice.

Ese pisco, por cierto, lo había dejado en el bar de la van meses atrás, de manera muy visionaria, para celebrar el reencuentro, y más adelante lo tomaría con Coca Cola, mientras estaba aparcado en playa Le Grand. Luego de aquel momento, cuando tempranamente las luces volvían más cálida la escena, subí al cerro colindante y me encontré con el animal icono aussie. Un canguro gris miraba tiernamente mientras él comía y yo lo fotografiaba.


Para encontrar más canguros, manejé hasta Lucky Bay, el lugar más emblemático del parque, que ostenta su título de tener la arena más blanca de Australia. Pensé que era una de las tantas frases poco comprobables para efectos marqueteros en el turismo, pero lo cierto es que fue científicamente testeado por edafólogos. Allí, en la Bahía de la Suerte, marsupiales playeros pasaban saltando entre los cerros de alga seca, con el fondo de los roqueríos color marrón, felices en ese hábitat soñado.



Autopista interminable


La parte más pesada de la carretera de Eyre, que atraviesa Australia longitudinalmente, igual tiene su encanto. La planicie del Nullarbor es la ruta interestatal que enseña realmente lo enorme que es el país, con sus 1200 kilómetros que se contabilizan desde el pueblo minero de Norseman. El nombre deriva del latín y significa “sin árboles”. Así, el paisaje se torna monótono y no se observa mucha vida alrededor. Son 3 días al volante, donde son necesarios unas buenas playlists, un par de pódcast de calidad, sueño reparador por las noches y café de mañana y tarde, en un camino que se hace muy largo y agotador, pero que deja con ese gusto por haber hecho lo que pocos se atreven.

No hay poblados, sólo aisladas roadhouses, que son estaciones de servicios, con restaurant y habitaciones para alojar, y el huso horario cambia dos veces. Incluso, hay un tramo muy particular: por 146,6 kilómetros, el camino es completamente recto. Ni una sola curva. Es como si se pudiera viajar desde Temuco a Valdivia con el manubrio trabado.


A lo largo de la carretera infinita, una cancha de golf única: Nullarbor Links. La más extensa del mundo, ya que los hoyos 1 y 18 están separados por 1365 kilómetros, con cada uno de ellos en el patio trasero de las roadhouses. Me di el lujo de pegar unos palos en el polvoriento hoyo 8 de Caiguna, después de llenar el estanque. Llevaba conmigo en la van, mi guante y pelotas. Los fierros, las maderas y el putter me los prestaron allí. Un deporte que en Latinoamérica es caro, generalmente exclusivo y reservado para quienes tienen la suerte de ser socios de un club, en Australia es popular y de fácil acceso. Si hay una cancha a lo largo de una ruta tan desolada, que incluso sostiene un torneo anual, imagínense cómo es en ciudades y balnearios. Con un doble-bogey mi desempeño fue paupérrimo, mas la experiencia, muy especial.

Esa tarde cometí un pecado rutero. Violé una de las reglas no escritas de los roadtrips en lugares desolados: no paré a cargar bencina en una de las estaciones, confiado en que llegaría tranquilamente a la siguiente. Así fue, pero en la estación de Mundrabilla…¡No quedaba bencina! Con lo que guardaba en el estanque de reserva no sabía si me alcanzaba para cubrir los 60 kilómetros hasta Eucla donde estaba la siguiente gasolinera, así que por las dudas pasé la noche ahí. Volví a vivir una alborada, pero esta vez para pararme al borde de la carretera a agitar mi tanque de repuesto rojo cuando se aproximaba algún auto, y mostrar el pedazo de cartón al que le escribí con un plumón negro: “Need fuel”. Después de un par de horas siendo ignorado, conseguí que un australiano me vendiera lo que necesitaba. A modo de cábala, seguí mi camino con Daddy Yankee en los parlantes. Dame más gasolina.


Tamaña proeza la de cruzar el Nullarbor se paga bien al llegar al final de un trayecto que parecía eterno: deliciosas y abundantes ostras en Ceduna, la capital australiana del molusco que desata pasiones.

En un galpón de pescadores escondido en el área industrial pillé las ostras más grandes y baratas de todo Australia. No es fácil encontrar sitios donde la cadena de comercialización se reduzca al mínimo, y Ceduna es uno de ellos. Por 18 dólares locales (10 mil pesos), me llevé una docena que disfruté con limón en un mirador frente a la bahía de Murat. El mejor premio luego de tan larga manejada.



El reino de las sepias


La armadura de neopreno fue indispensable. Con guantes, gorro, calcetines y el traje de 7 milímetros de grosor, los 10 grados que marcaba el agua habrían sido insoportables durante una hora sumergido. Así de protegido, igual era difícil de lidiar con la temperatura en un día de junio en el hemisferio sur. Pero, lo que se observaba en ese pedacito de la vasta Gran Barrera Sur, era un evento adictivo y alucinante.


Luego de un par de años sin vernos, me encontré con mi amigo Manuel, un malagueño a quien había conocido en el trópico del Pacífico australiano. En Port Douglas, frente a la famosa Gran Barrera de Coral, ambos trabajamos a bordo de un barco durante algunos de nuestros días libres lavando platos y sirviéndole almuerzo a los turistas, a cambio de poder bucear gratis. La diferencia es que yo lo hice un par de veces, y para Manu se volvió un vicio. Tanto se encantó con el buceo, que luego se convertiría en instructor para dedicarse a tiempo completo. Su amor lo llevó a las aguas gélidas de Whyalla donde trabajaba en su único centro de buceo, y nadaba todos los días con las cerca de 250 mil sepias gigantes que migraban allí cada año para poner huevos, criar y morir.


A fines de los 90, 38 botes pesqueros se llevaron 270 toneladas de sepias gigantes en tan sólo tres semanas. Casi extinguieron la especie. Hoy, por suerte, está permanentemente prohibida su extracción, y los buzos recreativos deben respetar la coexistencia. Así, los moluscos lucen saludables.



Desde que supo que su hogar temporal quedaba en mi camino, Manu intentó convencerme de que pasara a bucear con él para ser testigo del fabuloso fenómeno único en el mundo. Por presupuesto y tiempo, había que elegir: también a esas alturas del año, en Australia Meridional se ofertaba bucear con el tiburón blanco, sin embargo, la sumergida era en una jaula para estar a salvo de la poderosa mandíbula del animal. Una criatura hermosa que de seguro valía la pena ver, pero los altos precios de aquella experiencia, la imposibilidad de nadar libremente y la conexión con mi amigo me hicieron optar por el parque de sepias. “Es como estar en un cine de ciencia ficción: miras bichos de ocho tentáculos, que su cuerpo entero es la cabeza, que cambian de color y de forma para camuflarse entre las algas, y que no se espantan con los humanos. Los verás peleando y apareándose”, decía mi socio andaluz. No había una gota de mentira. Presencié un espectáculo natural asombroso.


El ritmo intenso y agotador por un trayecto tan atípico como extenso, ya me tenía con ganas de llegar a una metrópolis. Tras 15 días ruteando desde los alrededores de Perth, (y comprobando empíricamente que es la ciudad más aislada del mundo), Adelaide me recibió con el toque típico de las grandes urbes australianas: diversas, cosmopolitas, con buen gusto y muy capaces al momento de combinar naturaleza y urbanización. Cercana a los valles viñateros, flanqueada por playas limpias y bien diseñada, la capital de Australia del Sur fue el punto final de la ruta más desolada, y el comienzo de otra muy aventurera: rumbo norte por el desierto rojo al corazón de Australia. Entretiempo perfecto en el cruce de continente.

_La ciudad de Adelaide y su reflejo en el rio Torrens


Publicado originalmente en la Revista Domingo de El Mercurio


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