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  • Foto del escritorSebastián Varela

Preseas del Índico: imponente Kalbarri, sorprendente Shark Bay

Actualizado: 4 ene 2022


Cuentos de snorkels legendarios, baños nudistas y mariscadas a la parmesana que ni los espesos enjambres de moscas opacan. El viaje es por dos joyitas de la West Coast que producen días intensos y noches deliciosas. Sin ir tan rápido, que se cruzan corriendo los emúes.


No existe la ruta perfecta, o por lo menos yo aún no le he recorrido. La costa occidental australiana roza esa excelencia. Por su invaluable colección de playas paraíso de aguas limpias y moderadamente frías -nada peor que una playa calurosa con agua tibia, ¿estamos de acuerdo? -. Por los animales que te regalan uno tras otro avistamiento y que a cualquier fotógrafo provocan. Por sus corales y colores. Por los rojizos de su cielo durante cada atardecer y por la soledad que permite a veces ser el único ser humano merodeando por un sendero o descansando en una playa [en tantas, a poto pelado]. Como sí en el Este, las aglomeraciones de gente y los buses turísticos repletos casi ni se ven, más aún en tiempos de pandemia, lo que le da ese inigualable toque especial y exclusivo. Y no es perfecta. ¿El calor? Naah. Sí que a veces es muy calurosa, pero vamos, qué esperas de una geografía desértica. ¿Entonces? Las moscas. The fucking flies.

Incansables e insistentes, las moscas son una mala compañía desde que se llega al Parque Nacional Kalbarri y que luego aparecen en cada parada rumbo al norte, siendo en dicho lugar donde se encuentra el peak. A poco de que asoman los primeros rayos de sol, con ellos aparecen en alto enjambre. De a 200, 100, lo que querai. Luchar con ellas es desgastarse gratis, y la única forma de no volverse loco, es no molestarlas de vuelta. Porque la mayoría tapizarán tu polera y mochila para quedarse ahí estáticas. Sólo las más pesadas desafiarán tu control mental, volando alrededor de tu cara o colándose entre la ropa. Esa cabeza que no tuvo un español que conocí más al norte, en Coral Bay, y que escandalosamente comentó: “¡El puto Kalbarri!…¿Sabes cómo hice con él? Muy bonito, muy bonito, foto en el mirador, y listo. A tomar por el culo y nos fuimos. ¡Las moscas de mierda no te dejan vivir!”.

Qué pena, tío, que te perdiste paisajes y colores que flipan y un contacto con la naturaleza de la hostia. Las moscas huevean un montón, pero no son razón para olvidarse de lo atómica de esta joya de la Coral Coast. Aunque el flaco este cometió uno de los peores y desesperantes errores en la historia de los viajeros por estos lados: no llevar consigo una mosquitera.


En el ícono de Kalbarri estuve una mañana en pie a las 6 am para apreciar el amanecer a través de la Nature’s Window. Me faltaba un buen disparo a su punto más fotogénico, tras parar con la Demonia durante cuatro iluminadas noches por la superluna de marzo en los alrededores del parque, cuyas formaciones rocosas datan de hace 400 millones de años. Contemplé puestas de sol en sus acantilados, recorrí sus senderos a lo largo del rio Murchinson y grabé en mi cabeza y en mi cámara tonos furiosos de naranjo que no tenía en mi registro, cuando la suave luz de la tarde editaba la paleta de colores de los desfiladeros y de vez en cuando un marsupial se cruzaba frente a mis ojos. Adorno preciso en un escenario especialmente salvaje.

_Nature´s Window


Era día de trayecto y de uno pesado hasta Shark Bay, 350 km hacia el norte. Junté energías con un baño en los rápidos del Murchinson a potope antes de partir. Tres horas de ruta que parecían seis por el intenso calor que pegaba en el parabrisas, cuando mantenía el aire acondicionado al mínimo dada mi incertidumbre de si encontraría una bomba de bencina antes de secar el estanque. Manejar con la ventana abierta no era opción, ya que mejor era prender a la cara un secador de pelo gigante. Aquel desolado camino, además de derretido por la calors, lo hice cuestionándome a cada rato si valdría la pena pasar por la península declarada Patrimonio de la Unesco en 1991. Con tal pergamino, pensarán, cómo es posible siquiera dudar una visita, sin embargo, había recibido comentarios de que el lugar no era tan espectacular, tenía sectores demasiado turísticos -factor atípico de esta parte de Australia, dicho está- y que además el no contar con 4x4 me privaría de conocer Cape Perón, uno de sus highlights. Además, es un destino que suelen descartar quienes cuentan con menos días de ruta. Entonces llegaba con la extraña sensación de que podía estar perdiendo valioso tiempo a destinar en otras gemas del oeste.


Menos mal que viniste


Mi instinto explorador me impidió esquivar Shark Bay, por lo que me hice con la idea de que si al menos el lugar no valía la pena, aquello iba a ser un juicio que yo mismo determinaría. Y como me ha sucedido antes al conocer otros rincones del mundo, no hay mejor experiencia que llegar a un sitio con las expectativas bajas, para luego rematar catalogándolo como uno de los puntos notables de un road trip fantástico.

Ya sólo con Shell Beach, la entrada estaba pagada. Dámela siempre en mi equipo a esa playa. En serio, me voló la cabeza. Si bien el nombre lo dice, hay que aclarar: no era que en su orilla se encontraran muchas conchitas…TODA la yapla estaba constituida por ellas. Un placer para mi lente por sus texturas y tonalidades durante un atardecer, y para mis pies al caminar descalzo por su orilla. No se queda ahí, porque en sus aguas poco profundas habita un cardúmen numeroso de peces guitarra, muy atractivos por su hibridismo: cabeza de raya y cola de tiburón. En rigor, son una especie inofensiva de raya, muy rara y con forma del instrumento. Además merodeaban un par de tiburones limón, y volaban decenas de cormoranes. ¿Planteamos la escena mejor? Sí, estaba completamente solo. De ensueño. Ahí, con la tarde yéndose y rodeado de fauna, me dije québuenoquevinisteweon.



Escapar de los turist: mi panorama alternativo fue placer culinario


Siempre acampé a la gratuita. Ni ahí con ir a los caravan parks, que aparte de no ser baratos para quien viaja solo, limitaban la libertad que yo buscaba: estacionar la vancita rodeado de naturaleza y no al lado de otros mates. En modo ermitaño. Tal ilegalidad obliga a levantarse muy temprano para zafar de los rangers [guardabosques] y así evitar las multas, lo que para alguien nocturno como yo, se traducía en unas vacaciones con pocas horas de sueño. Pero a quién madruga, esta ruta lo ayuda y los amaneceres bellísimos, sumado al aprovechamiento total del día compensaban de sobra la sensación de querer matarme, cuando sonaba ese despertador mientras aún estaba oscuro y yo en el quinto sueño.

Manejé hasta Monkey Mia. Por la carretera, el entorno hacía gala de su biodiversidad cuando se cruzaba unos metros frente a mí una pareja de emúes corriendo a toda su capacidad. Un espectáculo ver su desplazamiento, como el Correcaminos escapando del Coyote, así, levantando polvo. El sitio, en el oriente de la península, tiene fama porque delfines residen en sus orillas y entrenados, reciben el alimento a manos del staff del resort. Muy lindos los delfines, todo Peter, pero…ni ahí con el show con tintes de parque acuático gringo y su multitud adicta. Si había que meter codazos para hacer una foto decente. Me alejé unos metros por la playa, y dado que los delfines se llevaban todo el crédito, a la cantidad enorme de diversas especies de aves que ahí habitaban, por suerte, nadie les daba bola. Me senté en la arena por un buen rato. Observé, contemplé, fotografié.





Haciendo luego snorkel cerca de la orilla con la ilusión de toparme a los delfines, noté que enterrados en la arena abundaban moluscos parecidos a las almejas: las cockles. Había fracasado como pescador, casi destinado a consumir atún en lata, y creyéndome mariscador encontré una oportunidad para librarme de la frustración de no poder cocinar algo capturado por mí. Así me llenaba los bolsillos mientras ya las saboreaba a la parmesana. La magia del viaje, ya que justo sin planearlo, en la despensa de la van contaba con los ingredientes para deleitar[me] con mi receta favorita: mantequilla, crema, merkén y queso parmesano. Sin vino blanco, pero con cerveza helada, llevé a cabo el ritual en el restaurant que armé a orilla de mar con un menú de almuerzo invaluable.



Ya oscuro, sólo iluminado por las velas, apuntaba en mi cuaderno los ejes del relato de jornadas inolvidables, mientras los grillos tejían el silencio con sus ruidos -como dice Azorado- y la temperatura marcaba la perfección. Y sin moscas, cuya noble misión parece ser el ahuyentar el exceso de gente por los días. Ellas no se atreven a perturbar durante las sagradas noches. Mi momento predilecto.

 

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